Un jovencísimo Julio César se vio envuelto en el torbellino que agitaba la vida de Roma. Y de pronto su tranquila y feliz vida se convirtió en una vida de amor de película.
En el año 83 a.C. el dictador Sila, perteneciente al bando aristocrático, desató el terror en Roma comenzando a perseguir a sus contrincantes políticos, es decir, el bando de los populares que encabezaba Mario. Y en esas se vio envuelto Julio César, que con apenas 18 años ya ocupaba un cargo sacerdotal (flamen dialis) pero no parecía suponer un problema para Sila y ni siquiera tenía suficiente dinero como para perseguirle para confiscarle sus posesiones, pero resulta que había una conexión entre César y Mario, enemigo de Sila.
Julio César se había divorciado de su anterior esposa y, pensando
que el bando de Mario era más fuerte, se acercó al sol que más calentaba y se
casó con Cornelia, la hija de Cinna, mano derecha de Mario y líder de los
populares tras morir éste. Pero lo que parecía un braguetazo en toda regla se
convirtió en una historia de amor que contada hoy en una serie sería la locura
de los adolescentes. Tuvo de todo: felicidad, paternidad, persecución y lucha
inquebrantable por el amor. Sila le exigió divorciarse de su esposa Cornelia,
que acababa de dar a luz a Julia, la primera hija de la pareja, y casarse con
una sobrina suya. Esta orden no era la primera igual que hacía Sila. A Pompeyo
Magno le había obligado a hacer lo mimo y éste había obedecido. Pero César no
era como los demás y se negó. Una escena que sería seguro de máxima tensión y emoción
si la viéramos por televisión. Como escribió el historiador Suetonio, Sila “no
halló medio de obligarle a repudiar a su esposa”.
Julio César amaba profundamente a Cornelia y todo hace
indicar que fue la mujer con la que más feliz fue. Como diríamos hoy, fue la
mujer de su vida, su media naranja. Evidentemente, esta decisión, esta determinación
y esta valentía por defender su amor no hizo ninguna gracia a Sila, que se pilló
un cabreo monumental y ordenó incluir a Julio César en la lista de proscritos.
Los bienes de la pareja fueron conquistados y se emitió una orden de arresto,
es decir, una orden de busca y captura que sería el preludio de la ejecución.
Julio César tuvo que huir de Roma y se refugió en la Sabina, una región al
noroeste de Roma, donde comenzó una vida de clandestinidad. Con las patrullas
de soldados de Sila pisándole los talones, César cambiaba cada día de escondite
intentando distraer a la muerte, hasta que un día fue descubierto y capturado.
Parecía que ya estaba cerca su final. En cuanto le llevasen a Roma, Sila le
ejecutaría, pero César logró negociar su libertad con los soldados que lo
habían capturado y compró su libertad por 12.000 denarios de plata. Durante
este tiempo de persecución incluso contrajo la malaria, imaginaos las condiciones
en las que malvivía por haber defendido su amor con Cornelia. Esta situación límite
no podía ser sostenida por él durante mucho más tiempo. Gracias a la intervención
de algunos parientes y amigos influyentes logró el perdón de Sila y pudo volver
a Roma junto a su amada Cornelia, aunque Sila ya veía en ese joven y decidido
chico al gran hombre que dominaría el mundo años después, ya que como decía a
todos los que llegaban para convencerle “esa persona cuya salvación con tanta
ansia deseaban algún día acarrearía la ruina al partido de los aristócratas;
pues en César hay muchos Marios”.
La felicidad no le duró mucho a la pareja. A los pocos años
murió de forma inesperada Cornelia cuando apenas contaba con unos 24-25 años.
El destino quiso que el guión de esta historia tuviera un final trágico digno
de película.