PARTE II
Si pensabais que todo lo anterior era ya suficiente estabais
muy equivocados. Calígula no tenía límites.
Cuando torturaban a alguien
disfrutaba viéndolo y recomendaba a los verdugos que “que hiriesen de manera
que se sintieran morir”. Incluso estas ejecuciones le animaban las comidas,
durante las cuales no era extraño ver a un soldado experto en cortar cabezas
mostrando su “don”.
Su afán por ser recordado
toda la eternidad llegaba hasta tal punto que se lamentaba que durante su reinado
no hubiesen ocurrido ni grandes hambrunas, ni desastres naturales ni de ningún
otro tipo y que por tanto nadie se acordaría de él. Por lo que sí sería
recordado sería por ordenar a sus soldados que recogieran conchas del mar estando
de expedición militar en Bretaña. Y aunque se empeñó en ser gladiador, auriga,
cantor y bailarín, no tuvo tanta suerte para pasar a la Historia por ello.
La crueldad y la genialidad
en Calígula trazaban una línea difusa muy difícil de discernir, porque a veces
tenía puntos como éste que cuenta Suetonio: “En medio de espléndida comida
comenzó de pronto a reír a carcajadas; los cónsules sentados a su lado le
preguntaron con acento adulador de qué reía: Es que pienso, contestó, que puedo
con una señal haceros degollar a los dos”.
En cuanto a los amores
cuenta Suetonio: “Jamás cuidó de su pudor ni del ajeno; y créese que amó con
amor infame a M. Lépido, al payaso Mnester y a algunos rehenes. Valerio Cátulo,
hijo de un consular, llegaba a gritar que lo habla prostituido y que estaba
extenuado por ello. Sin hablar de sus incestos con sus hermanas, ni de su
conocida pasión por la cortesana Piralis, no respetó a ninguna mujer
distinguida. Lo más frecuente era que las invitase a comer con sus esposos,
hacialas pasar y repasar delante de él, las examinaba con la minuciosa atención
de un mercader de esclavas, y si alguna bajaba la cabeza por pudor, se la
levantaba con la mano. En seguida llevaba a la que le agradaba más a una
habitación inmediata, y volviendo después a la sala del festín, con las
recientes señales del deleite, elogiaba o criticaba en alta voz lo que habla
encontrado agradable o defectuoso en la persona de cada una y en sus relaciones
con él”.
Tenía un cariño muy especial
por el caballo Incitatus, como cuenta Suetonio “la víspera de las carreras del
circo mandaba soldados a imponer silencio en todo el vecindario, para que nadie
turbase el descanso de aquel animal. Mandó construirle una caballeriza de
mármol, un pesebre de marfil, mantas de púrpura y collares de Perlas: dióle
casa completa, con esclavos, muebles, en fin, todo lo necesario para que
aquellos a quienes en su nombre invitaba a comer con él, recibiesen magnífico
trato, y hasta se dice que le destinaba el consulado”.
Su extravagancia era tan
grande como su glamour: comía perlas disueltas en vinagre y daba a sus invitados
comida condimentada con oro, como si fuera azúcar glas en un bizcocho. Glamour
que mostraba aún más con su vestimenta: “Su ropa, su calzado y en general todo
su traje no era de romano, de ciudadano, ni siquiera de varón. Frecuentemente
se le vio en público con brazaletes y manto corto guarnecido de franjas y
cubierto de bordados y piedras preciosas; otras veces. con vestidos de seda y
túnica con mangas. Por calzado, llevaba sandalias, coturno, o botines de
corredor, y algunas veces zueco de mujer. Con mucha frecuencia se presentaba
con barba de oro, llevando en la mano un rayo, un tridente o un caduceo,
insignias de los dioses, y algunas veces se vestía también de Venus. Hasta
antes de su expedición a Germania, llevaba con asiduidad los ornamentos
triunfales, y no era cosa rara verle la coraza de Alejandro Magno, que había
mandado sacar del sepulcro de este príncipe” (Suetonio).
Puede que todas estas
actuaciones tuvieran una explicación lógica, puede que no fueran fruto de la
locura sino que tuvieran un motivo detrás. Lo contaremos en la otra cara de
Calígula. Mientras tanto nos quedamos con una frase que él decía y que define
muy bien esta cara: “Que me odien con tal de que me teman”.
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